viernes, 11 de noviembre de 2011

Idea profunda IV

Cuando pienso que hay gente que no tiene televisión… ¿cómo es posible que se las apañen? Yo podría pasarme las horas viéndola. No hay cosa que más me guste que quitar el sonido y mirarla. Es como si viera las cosas con rayos X. Cuando se quita el sonido viene a ser como quitar el papel de embalaje, el bonito papel de seda que envuelve una tontería que te ha costado dos euros. Si veis así los reportajes de las noticias, os daréis cuenta de una cosa: las imágenes no tienen nada que ver unas con otras, lo único que las une entre sí es el comentario, que hace que una sucesión cronológica de imágenes parezca una sucesión real de hechos.

Bueno, resumiendo, que me encanta la tele. Y esta mañana en uno de mis descansos de estudio he visto un movimiento interesante: una competición de saltos de trampolín. Era una retrospectiva del campeonato del mundo de la disciplina. Había saltos individuales con figuras impuestas o figuras libres, saltadores hombres o mujeres, pero sobre todo, lo que más me ha interesado eran los saltos dobles. Además de la proeza individual, con un montón de tirabuzones, giros y piruetas, los saltadores tienen que ser sincrónicos. No tienen que ir más o menos a la vez, no: perfectamente a la vez, no puede haber ni una milésima de segundo de diferencia entre ambos.

Lo más gracioso es cuando los saltadores tienen morfologías muy diferentes: uno bajito y retaco al lado de uno alto y esbelto. Al verlos uno piensa: esto no puede funcionar, en términos físicos, no pueden salir y llegar a la vez; pero sí que lo consiguen, aunque no os lo podáis creer. Lección que hay que sacar de esto: en el universo todo es compensación. Cuando se es menos rápido, se tiene más fuerza. Pero lo que me proporcionó aliento para escribir en el blog a cerca de esto fue cuando dos jóvenes chinitas se presentaron en lo alto del trampolín. Dos esbeltas diosas con trenzas de un negro brillante y que podrían haber sido gemelas por lo mucho que se parecían, pero el comentarista precisó que ni siquiera eran hermanas. Bueno, total, que llegaron a lo alto del trampolín, y creo que todo el mundo debió de hacer como yo: contener el aliento.
Tras varios impulsos gráciles, saltaron. Las primeras micras de segundo, fue perfecto. Sentí esa perfección en mi propio cuerpo; según parece es una historia de “neuronas espejo”: cuando se mira a alguien hacer una acción, las mismas neuronas que activa esta persona para hacer lo que está haciendo se activan a su vez en nuestra cabeza, sin que nosotros movamos un dedo (parece que de algo me está sirviendo estudiar neuroanatomía y neurofisiología). Un salto acrobático sin moverse de la mesa de la cocina tomándome un café bien cargadito: por eso a la gente le gusta ver el deporte por televisión. Bueno, total, que las dos gracias chinas saltaron y, al principio del todo, éxtasis total. Y luego, ¡horror! De repente el espectador tiene la impresión de que hay un ligerísimo desfase entre ambas. Uno escudriña la pantalla, con el corazón en un puño: sin lugar a dudas, hay un desfase. Sé que parece absurdo contar esto así cuando en total el salto no debe de durar más de tres segundos, pero justamente porque sólo dura tres segundos, uno mira todas las fases como si duraran un siglo. Y resulta ya evidente, ya no cabe ponerse una venda en los ojos: ¡estaban desfasadas! ¡Una va a entrar en el agua antes que la otra! ¡Es horrible!

De repente me vi a mí misma gritando en mi pensamiento: ¡pero alcánzala, vamos, alcánzala! Sentí una rabia increíble contra la que se había rezagado. Me hundí en la silla, asqueada. Bueno, entonces, ¿qué? ¿Es eso el movimiento del mundo? ¿Un ínfimo desfase que arruina para siempre la posibilidad de la perfección? Tras pensar un rato de pronto me pregunté: pero, ¿por qué querría uno a toda costa que la alcanzase? ¿Por qué duele tanto cuando el movimiento no está sincronizado? No es muy difícil de adivinarlo: todas estas cosas que pasan, que fallamos por poco y malogramos ya para siempre, eternamente… todas estas palabras que deberíamos haber dicho, estos gestos que deberíamos haber hecho, esos impulsos que surgieron un día y no supimos aprovechar y que se sumieron para siempre en la nada… El fracaso por un margen tan pequeño… Pero sobre todo se me vino a la mente otra idea, por lo de las “neuronas espejo”. Una idea perturbadora, de hecho, y vagamente proustiana (lo cual me pone nerviosa). ¿Y si la literatura no fuera sino una televisión que uno mira para activar sus neuronas espejo y para proporcionarse a bajo coste los escalofríos de la acción? ¿Y si, peor aún, la literatura fuera una televisión que nos muestra todo aquello en lo que fracasamos?

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